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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

27 diciembre 2012

La Magia Existe Capitulo 07


Capítulo 07
Con la llegada de octubre, se acabó lo de ir a ver ballenas o a montar en canoa. Aunque los turistas seguían legando a la isla de San Juan, su número era insignificante comparado con el de los meses estivales. La pregunta más repetida era el origen del nombre de la ciudad. Elena no tardó en aprenderse de memoria las dos versiones que coexistían en la isla. La preferida por los isleños se basaba en una teoría según la cual la isla obtuvo su nombre por un malentendido en una conversación.


Sin embargo, la isla recibía su nombre de un hawaiano  llamado Joseph Friday, que trabajó para la Hudson's Bay Company pastoreando ovejas a unos nueve kilómetros al norte del puerto. Cuando los marineros se acercaban a la costa y veían la columna de humo que se alzaba de su campamento, sabían que habían llegado a la bahía de Friday, de ahí que los británicos acabaran otorgándole ese nombre al lugar.

La isla pasó a dominio estadounidense en 1872, y a partir de ese momento comenzó a florecer la industria. La isla de San Juan se convirtió en la mayor productora de fruta del Noroeste. Además, había compañías madereras y fábricas de conserva de salmón. En la actualidad, la costa estaba atestada de apartamentos de lujo y de tiendas de artesanía, y no había ni rastro de las conserveras ni de las embarcaciones donde se trasladaba la madera. El turismo era el motor económico de la isla, y aunque la temporada alta era el verano, el flujo de visitantes no se detenía en ningún momento del año.

Con el otoño a la vuelta de la esquina y las hojas en pleno estallido de color otoñal, los isleños comenzaron a prepararse para los inminentes días festivos. Se celebrarían numerosos festivales de la cosecha, mercados de productos frescos, catas de vino, exposiciones en las distintas galerías de arte y representaciones teatrales. La tienda de Elena no parecía acusar un descenso en las ventas, ya que los clientes habituales comenzaron a comprar disfraces y accesorios para Halloween, y algunos incluso adelantaron las compras navideñas. De hecho, acababa de contratar a tiempo parcial a Diane, una de las hijas de Elizabeth, como dependienta.

—Así podrás descansar un poco —le dijo Elizabeth a Elena—. No te vas a morir si te tomas un día libre, ¿verdad?

—Me lo paso bien trabajando en la tienda.

—Pues pásatelo bien fuera de la tienda—le aconsejó Elizabeth—. Necesitas hablar con alguien que mida más de un metro. —Se le ocurrió una idea—. Deberías ir a disfrutar de un masaje en el spa de Roche Harbor. Tienen un nuevo masajista llamado Tyler. Una de mis amigas me ha asegurado que tiene manos de ángel —le comentó al tiempo que meneaba las cejas con un gesto elocuente.

—Si es un hombre, no sé yo si fiarme —replicó Elena—. En vez de darte un masaje, igual te da un magreo.

—Pues yo concertaba una cita semanal con él, fíjate lo que te digo. Si está soltero, podrías invitarlo a salir.

—No puedes invitar a salir a un masajista —protestó Elena—. Es como si fueras su paciente y él tu médico.

—Pues yo salí con mi médico —aseguró Elizabeth.

—¿Ah, sí?

—Fui a su consulta y le dije que había decidido cambiar de médico. Eso lo dejó un poco preocupado y me preguntó por qué. Y le dije: «Porque quiero que me invites a cenar el viernes por la noche».

Elena abrió los ojos de par en par.

—¿Y te invitó?

Elizabeth asintió con la cabeza.

—Nos casamos seis meses después.

Elena sonrió.

—Qué historia más bonita.

—Estuvimos juntos cuarenta y un años, hasta que murió.

—Lo siento mucho.

—Era un hombre muy bueno. Me habría gustado pasar más tiempo con él. Pero eso no significa que no pueda divertirme saliendo con mis amigos. Vamos de viaje, nos comunicamos a través del correo electrónico… no sé qué haría sin ellos.

—Yo también tengo muy buenos amigos —dijo Elena—. Pero todos están casados, y fueron una parte tan importante de mi vida con Leo que a veces…

—Los recuerdos se interponen —la interrumpió Elizabeth, demostrando así su percepción.

—Exacto.

Elizabeth asintió con la cabeza.

—Tienes una vida nueva. Es bueno que conserves a tus antiguos amigos, pero también te conviene añadir nuevas amistades. A ser posible, que sean solteros. Por cierto, ¿te han presentado ya los Mikaelson a Stefan Salvatore?

—¿Y tú qué sabes de eso?

La expresión de la anciana se tornó muy ufana.

—Elena, vivimos en una isla. Así que las habladurías viajan en círculo. ¿Te lo han presentado ya o no?

Elena fingió estar ocupada colocando las ramas de lavanda de un jarrón en forma de jarra de leche. La idea de salir con el hermano pequeño de Damon le resultaba intolerable. Cualquier parecido, como la forma de los ojos o su timbre de voz, convertiría la experiencia en un triste mal trago. 

Cosa que sería injusta para Stefan. Nunca podría apreciar sus virtudes porque siempre estaría buscando aque lo que no era. Más concretamente, siempre tendría presente que no era Damon.

—Ya les he dicho a Elijah y a Ellen que ahora mismo no estoy interesada —contestó.

—Pero, Elena —protestó Elizabeth, preocupada—, Stefan Salvatore es el muchacho más simpático y agradable del mundo. Además, hace tiempo que no se le conoce novia, porque está muy ocupado con el viñedo. Es productor de vinos. Un romántico. No puedes dejar pasar una oportunidad como ésta.

Elena le ofreció una sonrisa escéptica.

—¿De verdad crees que este muchacho tan simpático y agradable querrá salir conmigo?

—¿Por qué no iba a querer hacerlo?

—Soy viuda. Tengo un pasado.

—¿Y quién no lo tiene? —Elizabeth chasqueó la lengua a modo de reprimenda—. Por Dios, ser viuda no es nada del otro mundo. Te aporta ese toque de experiencia, la certeza de que sabes lo que es el amor. Las viudas amamos la vida, apreciamos el buen humor, disfrutamos de nuestra independencia. Hazme caso, a Stefan Salvatore no le importará en absoluto que seas viuda.

Elena sonrió y meneó la cabeza.

—Voy a dar un paseo hasta Damonet Chef y a comprar unos bocadillos para almorzar —dijo mientras sacaba su bolso de debajo del mostrador—. ¿De qué lo quieres?

—De pastrami con doble de queso fundido. Y doble de cebolla también. ¡Que sea doble de todo! —añadió con alegría antes de que Elena saliera por la puerta.

Damonet Chef era una charcutería familiar donde hacían los mejores bocadillos y ensaladas de la isla. A la hora del almuerzo siempre estaba a rebosar, pero la espera merecía la pena. Estuvo tentada de pedir un poco de todo mientras observaba en el expositor de cristal las ensaladas frescas, la pasta, el embutido en lonchas y las porciones de quiche de verdura. Al final, se decidió por un bocadillo de pan casero tostado con cangrejo, alcachofas y queso fundido. Y pidió el de pastrami para Elizabeth.

—¿Para comer aquí o para llevar? —le preguntó la chica que atendía detrás del mostrador.

—Para llevar, por favor. —Y añadió después de ver un tarro de gruesas galletas de chocolate cerca de la caja registradora—: Y que no se te ocurra añadir galletas de ésas.

La chica sonrió.

—¿Quiere una o dos?

—Sólo una.

—Siéntese mientras le traigo los bocadillos, no tardaré nada.

Elena se sentó junto a la ventana y se entretuvo mirando a la gente.
La dependienta no tardó en volver con los bocadillos en una bolsa de papel.

—Aquí tiene.

—Gracias.

—Ah, y una persona me ha pedido que le dé esto —dijo la chica, ofreciéndole una servilleta.

—¿Quién? —quiso saber, pero la dependienta ya se había alejado para atender a un nuevo cliente.

Elena miró el papel blanco que tenía en la mano, donde alguien había escrito: «Hola».
Un tanto confundida, alzó la vista para echarle un vistazo al pequeño comedor. Y contuvo el aliento cuando vio a Damon Salvatore y a Emma sentados en una esquina.

Sus miradas se encontraron y lo vio esbozar una lenta sonrisa.
El mensaje escrito en la servilleta acabó arrugado en la palma de su mano mientras flexionaba los dedos despacio. Sintió la alegría que se extendía por su pecho sólo con mirarlo.
«¡Joder!», pensó.

Llevaba semanas intentando convencerse de que el interludio con Damon no había sido tan mágico como le había parecido.

Un pensamiento que contradecía la nueva costumbre adquirida por su corazón, que se empeñaba en dar un pequeño vuelco cada vez que veía a un hombre moreno entre la multitud. Y que no explicaba por qué se había despertado más de una vez con las sábanas revueltas y con la agradable sensación de haber soñado con él.

Vio que Damon se ponía en pie y abandonaba la mesa para acercarse a ella con Emma a la zaga, y sintió una increíble y arrolladora emoción. Se puso tan colorada que el rubor le llegó a la raíz del pelo. Le temblaba todo el cuerpo. Era incapaz de mirarlo directamente, pero tampoco podía apartar la vista de él, de modo que siguió mirándolo de forma un tanto desenfocada con la bolsa en la mano.

—Hola, Emma —logró decirle a la sonriente niña, que llevaba dos trenzas rubias perfectas—. ¿Cómo estás?

La niña la sorprendió corriendo hacia ella para abrazarla. De forma automática, ella rodeó ese cuerpecito delgado con el brazo libre.
Abrazada a su cintura, Emma echó la cabeza hacia atrás y le sonrió.

—Ayer se me cayó un diente —anunció, y le enseñó la nueva mella que tenía en la encía inferior.

—¡Eso es estupendo! —exclamó ella—. Ahora tienes dos sitios para poner la pajita cuando bebas limonada.

—El Ratoncito Pérez me ha dejado un dólar. Y a mi amiga Katie sólo le dejó cincuenta centavos —añadió un tanto preocupada por la inexactitud del sistema.

—El Ratoncito Pérez —repitió Elena al tiempo que le lanzaba una mirada jocosa a Damon. Sabía lo que él opinaba sobre la idea de que Emma creyera en esos personajes fantásticos.

—Era un diente perfecto —adujo él—. Es evidente que un diente así merecía un dólar. —La recorrió de arriba abajo con la mirada—. Habíamos planeado ir a tu tienda después del almuerzo.

—¿Queréis algo en concreto?

—Necesito unas alas de hada —contestó Emma—. Para Halloween.

—¿Vas a disfrazarte de hada? Tengo varitas mágicas, tiaras y más de diez modelos de alas. ¿Me acompañas a la tienda?

La niña asintió con entusiasmo y le dio la mano.

—Deja que te lleve eso —se ofreció Damon.

—Gracias —replicó mientras le daba la bolsa de papel, y juntos salieron de Damonet Chef.

Emma se mostró muy parlanchina y alegre durante la caminata, y le describió a Elena los disfraces que se pondrían sus amigas en Halloween, le confesó el tipo de caramelos que esperaba conseguir y le habló del Festival de la Cosecha al que asistiría después de ir por las casas del vecindario pidiendo truco o trato. Aunque Damon no habló mucho y se mantuvo tras ellas en todo momento, Elena era muy consciente de su presencia.

En cuanto entraron en la tienda, Elena llevó a Emma hacia las alas de hada, todas adornadas con cintas y purpurina, y pintadas con espirales.

—Aquí las tienes.


Elizabeth se acercó a ellas.

—¿Vas a comprar unas alas? ¡Qué bien!

Emma miró con expresión interrogante a la anciana ataviada con un capirote con velo y una falda de tul, y armada con una varita mágica.

—¿Por qué vas vestida así? Todavía no es Halloween.

—Es mi disfraz siempre que celebramos una fiesta de cumpleaños en la juguetería.

—¿Dónde? —preguntó la niña al tiempo que echaba un vistazo por toda la tienda con expresión ansiosa.

—Tenemos una sala de fiestas en la parte posterior. ¿Te gustaría verla? Ahora mismo está decorada.

Después de mirar a su tío para pedirle permiso, Emma se marchó muy contenta con Elizabeth, dando saltitos.

Damon la observó alejarse con una sonrisa cariñosa.

—No para de dar saltos —dijo, y añadió una vez que miró a Elena—: Nos iremos enseguida. No quiero retrasarte el almuerzo.

—Oh, no te preocupes. ¿Cómo…? —Tenía la impresión de haberse tragado una cucharada de miel tan espesa que se le había quedado un poco atascada en la garganta—. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y tú?

—Genial —contestó—. ¿Bonnie y tú estáis…? —Su intención era la de añadir «comprometidos», pero la palabra se le atascó.

Damon entendió lo que trataba de preguntarle.

—Todavía no. —Titubeó—. Te he traído esto —dijo mientras colocaba un termo estrecho y alargado en el mostrador, de los que tenían una taza por tapadera.

Hasta ese momento ni siquiera se había fijado en que llevara un termo.

—¿Es café? —le preguntó.

—Sí —contestó él—. Uno de mis torrefactos.

El regalo le gustó más de lo que debería.

—Eres una mala influencia —lo acusó.

—Eso espero —replicó Damon con voz ronca.

Fue un momento delicioso. Los dos de pie, mientras Elena se imaginaba por un segundo lo que sería acercarse a él. Pegarse a su cuerpo, sentir su calor y la dureza de sus músculos, sentir sus brazos mientras la rodeaban.

Antes de que pudiera darle las gracias, Elizabeth regresó con Emma. La niña, emocionada por la decoración de la sala de fiestas y la enorme tarta en forma de castillo con velas en todas las torretas, se acercó de inmediato a Damon para decirle que él también tenía que verla. Se dejó arrastrar con una sonrisa en los labios.

Al cabo de un buen rato, Damon y Emma dejaron sus compras en el mostrador. Unas alas de hada, una tiara y un tutu verde y morado. Elizabeth registró la compra y estuvo charlando afablemente con ellos, ya que Elena estaba ocupada atendiendo a una clienta. Se subió en una escalera plegable para coger unas figuritas guardadas en un armarito situado sobre un expositor. Una vez que cogió a Dorothy, al Hombre de Hojalata, al León y al Espantapájaros, le dijo a la clienta que la Bruja Mala estaba agotada.

—Puedo volver a pedirla y estará aquí dentro de una semana —le aseguró.

La mujer dudó.

—¿Está segura? Porque no me interesan los demás si no las consigo todas.

—Si quiere, llamamos al distribuidor para confirmar que puede enviarnos la bruja. —Elena echó un vistazo en dirección al mostrador—. Elizabeth…

—Tengo el número aquí mismo —la interrumpió la aludida, que tenía una lista en la mano. Sonrió al reconocer a la clienta—. Hola, Annette. ¿Es un regalo para Kelly? Sabía que le encantaría la película.

—La ha visto ya cinco veces por lo menos —replicó la mujer con una carcajada, y se acercó al mostrador mientras Elizabeth marcaba.

Elena recogió el resto de figuritas y subió de nuevo la escalera para devolverlas al armarito. Cuando algunas de las cajas amenazaron con caérsele al suelo, estuvo a punto de perder el equilibrio.

En ese preciso instante, unas manos la aferraron por la cintura para evitar que se cayera. Se quedó petrificada al comprender que era Damon quien estaba detrás. La presión de sus manos era firme, competente y respetuosa. Sin embargo, la calidez que irradiaban atravesó la delgada capa de algodón de su camiseta y le puso el corazón a doscientos. El impulso de volverse para quedar entre sus brazos hizo que se tensara. ¡Qué maravilloso sería enterrar los dedos en ese abundante pelo oscuro y pegarse a su cuerpo para estrecharlo con fuerza y…!

—¿Te ayudo con esas cajas? —se ofreció él.

—No, lo tengo controlado.

Damon la soltó, pero se quedó cerca.

Elena logró colocar en el armario las cajas que le quedaban, sin orden ni concierto. En cuanto bajó de la escalera, se volvió para mirar a Damon. Estaban demasiado cerca. Olía a sol, a brisa marina, a sal… y la fragancia alteró sus sentidos.

—Gracias —consiguió decir—. Y gracias por el café. ¿Cómo lo hago para devolverte el termo?

—Luego vuelvo a por él.
Elizabeth, que ya había registrado la compra de la otra clienta, se acercó a e los.

—Damon, hace un rato estaba intentando convencer a Elena de que conozca a Stefan. ¿No crees que se lo pasarían bien juntos?
Emma sonrió con alegría al escucharla.

—¡Mi tío Stefan te gustaría muchísimo! —exclamó—. Es muy gracioso. Y tiene un reproductor de Bluray.

—Vaya, ésas son las dos cosas que le pido a un hombre —replicó e la con una sonrisa. Miró a Damon, cuya expresión se había vuelto pétrea—. ¿Crees que me
gustaría? —se atrevió a preguntarle.

—No tenéis mucho en común.

—Los dos son jóvenes y solteros —protestó Elizabeth—. ¿Qué más necesitan tener en común?

Damon frunció el ceño sin disimulos.

—¿Quieres conocer a Stefan? —le preguntó a Elena.

Ella se encogió de hombros.

—Estoy muy ocupada.

—Dímelo si te decides. Yo me encargo. —Le hizo un gesto a Emma—. Hora de irnos.

—¡Adiós! —se despidió la niña con alegría, y se acercó a Elena para volver a abrazarla.

—Adiós, Emma.

Después de que tío y sobrina se marcharan, Elena echó un vistazo por la tienda, que en ese momento se había quedado vacía.

—Vamos a almorzar —le dijo a Elizabeth.

Entraron juntas en la trastienda y se sentaron a una mesa, aguzando el oído por si escuchaban la campani la de la puerta. Mientras Elizabeth desenvolvía los
bocadi los, Elena abrió el termo, del que surgió un maravi loso aroma. Tostado, rico y amaderado.
Elena inspiró con fuerza y cerró los ojos para disfrutar del intenso olor.

—Ahora lo entiendo —escuchó que decía Elizabeth.

Elena abrió los ojos.

—¿El qué?

—El motivo por el que no te interesa Stefan.

La respuesta hizo que contuviera el aliento.

—¡Ah, no, pero…! No tiene nada que ver con Damon, si eso es lo que estás pensando.

—He visto cómo te mira.

—Está saliendo con otra. Y van en serio.

—Que yo sepa, todavía no se han casado. Y Damon te ha traído café —añadió como si fuera un gesto de enorme relevancia—. Posiblemente equivale a una bote la
de Dom Pérignon —dijo al tiempo que miraba el termo con deseo.

—¿Quieres probarlo? —le ofreció Elena con una sonrisa.

—Voy a por mi taza.

Descubrieron que el café ya estaba azucarado y que tenía crema. El humeante líquido era del color del caramelo. Hicieron un silencioso brindis con sus tazas y lo
probaron.

No sólo era café, era toda una experiencia en sí misma. Un comienzo suave, cremoso y azucarado que daba paso a una nota final aterciopelada. Fuerza y suavidad,
sin rastros de amargor. La mezcla fue como un cálido bálsamo.

—¡Dios mío! —exclamó Elizabeth—. Está buenísimo.

Elena bebió otro sorbo.

—Es un problema —replicó con voz quejumbrosa. La expresión de Elizabeth se suavizó, como si la entendiera.

—¿Te refieres a la atracción que sientes por Damon Salvatore?

—Sé que está fuera de mi alcance. Pero cuando nos vemos, da la impresión de que estemos tonteando, aunque no es cierto.

—A mí no me parece un problema —le aseguró Elizabeth.

—¿Ah, no?

—No. El problema llegará cuando no tengas la impresión de que estáis tonteando. Así que, adelante, sigue tonteando, a lo mejor ése es el motivo que te impide
acostarte con él.

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