Capítulo
6
Damon
oyó las palabras de Elena y todo su cuerpo se contrajo. La maldijo. ¿Por qué no
se marchaba? Una voz en su interior se burló de él. ¿Acaso quería echarla como
había hecho seis años antes?
Entonces
se sintió muy cansado. Llevaba tanto tiempo rígido, controlándose, estando
enfadado. Y aquella mujer estaba destrozándolo todo sin tan siquiera saber lo
que estaba haciendo.
Se
giró a mirarla muy serio, con el rostro todavía dolorido por la bofetada.
Pero
él le dijo:
–No
siento que me hayas pegado. Me lo merecía. Y es probable que me merezca todavía
más.
Elena
negó con la cabeza.
–No
lo entiendo, Damon. Es casi como si quisieras ser castigado.
Él
esbozó una sonrisa tensa.
–¿Sí?
Elena
guardó silencio. Sospechaba que Damon no se refería a su comportamiento con
ella seis años antes, o sí, pero aquello era sólo una pequeña parte de algo
mucho más importante.
–¿Qué
ha ocurrido realmente con ese niño esta noche? ¿Por qué te ha afectado tanto?
Damon
la miró fijamente, fulminándola con la mirada por haber hecho aquella pregunta,
pero Elena no se achantó.
Entonces,
él le contestó:
–No
creo que de verdad quieras saberlo.
Y a
ella le enfadó que quisiera apartarla así de su lado.
–No
me trates con condescendencia, Damon. Estoy segura de que no hay nada que puedas
contarme que me sorprenda de ti.
Él
volvió a sonreír.
–De
todos modos, no me apetece hablar de ello ahora.
–¿Y
cuándo va a apetecerte? –inquirió ella sin pensarlo.
–Nunca.
Jamás te haría algo así –le respondió él.
–Ya
me lo has hecho, Damon.
Elena
sabía que estaban hablando de dos cosas distintas, pero que estaban
inexorablemente relacionadas: los secretos más oscuros de Damon y el modo en
que la había tratado, su falta de confianza en ella.
Elena
se giró para marcharse, pero, para su sorpresa, él la agarró de la muñeca y le
preguntó:
–¿Estás
segura de que quieres saberlo, Elena?
Ella
lo miró y vio que le brillaban los ojos y que tenía la mandíbula muy tensa.
–Sí,
quiero saberlo, Damon –le contestó.
Él la
miró a los enormes ojos azules y tuvo la sensación de ahogarse en ellos al
mismo tiempo que se aferraba a una balsa salvavidas. No podía creer que hubiese
evitado que se marchase. ¿De verdad iba a contarle lo que nadie más sabía? Y,
al mismo tiempo, sentía la necesidad imperiosa de desahogarse allí, con ella.
Jamás lo habría hecho con otra persona. En esos momentos se dio cuenta, era
evidente.
Aquel
niño lo había perturbado más de lo esperado. Se había dejado llevar por su
instinto a la hora de reconfortarlo y había hecho lo necesario para conseguir
que se sintiese mejor. Sólo había sido después cuando se había dado cuenta de
lo que le había afectado aquel disparo.
Su
pasado había vuelto con fuerza para darle una bofetada mucho más fuerte de la que
le había dado Elena. Por unos segundos, en aquella feria, se había vuelto a
sentir seducido por Elena. Se había visto seducido por una forma de vida más
liviana. Había estado a punto de pensar que no cargaba con un horrible legado y
un oscuro secreto que dominaba su vida como un veneno.
No
obstante, por primera vez no tenía miedo a hacer aquello. Sólo le asustaba
pensar en cómo iba a reaccionar Elena cuando le contase aquello, porque eso
podía ser lo único que la apartase de él para siempre.
Elena
vio cómo Damon luchaba claramente contra algo y cómo su rostro se volvía
inexpresivo. Él le soltó la muñeca, anduvo hasta un sillón que había en un
rincón y se dejó caer en él. Elena se apoyó en el borde de la cama. Se le había
secado la garganta.
Damon
tenía la cabeza inclinada y entonces la levantó para mirarla.
–Lo
que te dije aquel día en París… de que jamás había habido nada entre nosotros,
que me seguías como un cachorro… era mentira.
Ella
notó un zumbido en la cabeza y pensó que se iba a desmayar.
–¿Por
qué lo dijiste? –le preguntó, sintiéndose aliviada.
–Porque
tú me dijiste que me querías y yo sabía que, si no conseguía que me odiases,
tal vez no dejases de tener la esperanza de calmarme.
Damon
sonrió y luego volvió a ponerse serio.
–Aunque,
como después me dijiste, sólo sentías hacia mí lo que se siente por un primer
amante, así que tal vez no hubiese hecho falta que yo fuese tan cruel.
–¿Tanto
deseabas que me marchase?
–Sí.
Porque no podía asumir la responsabilidad de tu amor. Porque no podía
corresponderte. Porque no puedo hacerlo.
Elena
se dio cuenta de que le estaba advirtiendo que no esperase demasiado de él y,
de repente, sintió ganas de zanjar aquel tema.
–Cuéntame
lo que ibas a contarme, Damon.
–Ahora
voy. Sé que te lo debo.
Elena
asintió y se preguntó por qué tenía un mal presentimiento.
Damon
se miró fijamente las manos y luego empezó a hablar con una voz carente de
emoción, como si quisiese distanciarse de lo que le estaba contando.
–La
semana después de mi octavo cumpleaños, Merkazad fue invadido. No nos avisaron.
No sabíamos que podíamos estar en peligro, no teníamos ni idea de que el sultán
de Al-Omar llevaba mucho tiempo deseando que Merkazad formase parte de su país.
Le molestaba nuestra independencia.
Elena
ya sabía todo aquello. Asintió, aunque Damon no la estaba mirando.
–Nos
mandaron a las mazmorras mientras saqueaban todo el castillo. Todos sus hombres
tardaron en llegar gracias a nuestra defensa beduina, que los retuvo, pero
nosotros nos quedamos atrapados en el castillo con los soldados, sin ningún
tipo de ley. Estábamos rodeados de hombres curtidos por sus experiencias, los
soldados de élite del ejército.
Damon
levantó la vista y sonrió a Elena, pero fue una sonrisa tan fría que ella se
estremeció.
–Empezaron
a aburrirse y buscaron algo con lo que divertirse. Y decidieron tomarme a mí
como diversión. Para ver cuánto tiempo tardaba el hijo mimado del jeque en
convertirse en otra cosa… en alguien más dócil.
Elena
se quedó horrorizada al oír aquello.
–Venían
todos los días, me sacaban de mi celda. Al principio yo alardeaba delante de Stefan.
Le contaba que me trataban con favoritismo. Él siempre había sido el fuerte, al
que recurría todo el mundo, y en esos momentos me habían elegido a mí. Yo no
entendía que mis padres estuviesen tan aterrorizados, y si hablaban demasiado,
les pegaban. Durante los primeros días me dejaron seguir siendo el niño mimado
que era. Jugaron conmigo… al fútbol. Me dieron bien de comer y de beber.
Damon
apretó la mandíbula.
–Y
entonces empezó todo. Dejaron de darme comida y bebida. Empezaron a darme
puñetazos y patadas, a golpearme con cinturones y fustas por cualquier cosa. Al
principio me quedé desconcertado. Había pensado que eran mis amigos. Cuando
volvía a la mazmorra por las noches, ya no lo hacía tan contento. Estaba
confundido. ¿Cómo podía explicarle a Stefan lo que estaba pasando? Ni siquiera
yo lo entendía. Y no podía pedirle ayuda. Ya entonces era demasiado orgulloso.
No obstante, él sospechaba algo y pidió que lo llevasen a él en mi lugar, pero
no le hicieron caso. Y me dijeron a mí que, si no iba con ellos todos los días,
matarían a Stefan y a mis padres.
Elena
ya tenía un nudo en la garganta. Quiso pedirle a Damon que dejase de hablar,
pero supo que no podía hacerlo.
Damon
sacudió la cabeza mientras recordaba.
–Hay
muchas cosas de las que no me acuerdo. Dejaron de pegarme cuando yo dejé de
sentirme seguro de mí mismo. Me habían roto. Me convirtieron en su criado. Me
hicieron limpiarles las botas, hacerles la comida –le contó, respirando hondo–,
pero luego volvieron a aburrirse y decidieron entrenarme como se habían
entrenado ellos. Así que me llevaron a los establos y me enseñaron a disparar.
–Damon…
–dijo Elena horrorizada, sacudiendo la cabeza.
–Y
luego se terminó todo y nos liberaron. Lo que más disgustó a mi padre era que
habían matado a todos los caballos. Salvo que no habían sido ellos… sino yo. Me
habían obligado a utilizarlos como blanco. Tenía que matarlos de un solo tiro,
si no, los dejaban agonizar.
Elena
cerró los ojos. Por eso sabía disparar. Y por eso no se acercaba nunca a los
establos. Abrió los ojos y se sintió aturdida.
–Abdul
te defendió un día en los establos… Yo no entendí por qué…
Damon
apretó la mandíbula.
–El
primer día, Abdul intentó detenerlos y los soldados me dieron a elegir: o
mataba a los caballos, o lo mataba a él. Lo peor de todo fue que me
convirtieron en uno de ellos. Tuve que empezar a pensar como ellos para
sobrevivir. Me convertí en una persona salvaje, capaz de matar a otro ser
humano para defenderme.
Elena
sintió náuseas.
–¿Y
cómo puedes ir a Al-Omar después de todo eso?
Damon
sacudió la cabeza.
–El
sultán Klaus no es su padre. Firmó la paz con Stefan hace años. Y él se ocupó
personalmente de que detuvieran y encarcelaran a los rebeldes que había en el
ejército de su padre.
Sin
pensarlo, Elena se quitó los zapatos de una patada y fue descalza hasta donde
estaba sentado Damon. Se arrodilló a sus pies, tomó su mano y lo miró. Tenía un
dolor insoportable en el pecho.
–No
tenía ni idea de que hubieses pasado por algo así. ¿Por qué no lo sabe nadie?
–Porque,
durante mucho tiempo, me culpé a mí mismo de ello. Creí que había sido
responsable, por haber llamado su atención. ¿Cómo podía contarle a mi padre lo
que había hecho? Jamás me habría perdonado… o eso pensaba por entonces. Durante
años, soñé con que una manada de caballos salvajes me perseguía hasta matarme.
Elena
sacudió la cabeza y le apretó la mano.
–No
fue culpa tuya.
Damon
esbozó una sonrisa.
–Una
cosa es saberlo y otra distinta creerlo de verdad.
De
repente, Damon se levantó, obligando a Elena a incorporarse también. Apartó la
mano de la de ella y echó la cabeza hacia atrás.
–Así
que ahora ya lo sabes. Espero que haya merecido la pena esperar para oír una
historia así de escabrosa.
Elena
sacudió la cabeza.
–Damon,
no…
–¿No,
qué? Ya te dije que mi interior era oscuro y retorcido, y ahora ya conoces el
motivo. El resto no ha cambiado, Elena. Sigo deseándote –le dijo él, apretando
los labios–, pero no me sorprendería que tu deseo por mí hubiese disminuido.
Tal vez debiera aceptar tu consejo e ir a saciar mi deseo a otra parte.
Ella
sintió ganas de llorar al verlo sufrir de aquella manera.
–Lo
que me has dicho no me da asco… fuiste una víctima, y no deberías haber pasado
por todo eso solo.
Elena
se dio cuenta de que Damon estaba enfadado por haber desnudado su alma delante
de ella. Sabía que debía de haberle costado mucho trabajo y decidió alejarse de
él en ese momento para que no se diese cuenta de lo mucho que deseaba
reconfortarlo.
Echó
a andar y se detuvo al llegar a la puerta, pero no se giró a mirarlo. Sólo le
dijo:
–Me
alegro de que me lo hayas contado, Damon. Y se marchó.
Él se
quedó allí mucho tiempo, sorprendido por lo fácil que le había resultado contar
su secreto, y por cómo lo había aceptado todo Elena. Había visto compasión en
su mirada, sí, pero eso no le había hecho sentir tan mal como había imaginado.
Siempre había temido la reacción de los demás. Por eso le resultaba tan
sencillo escuchar a otros.
En su
interior se estaba librando una intensa batalla: por un lado quería saciar su
deseo con Elena y, por otro, apartarla lo máximo posible de él para protegerla.
Otra vez.
Los
parámetros de su relación habían cambiado y Damon ya no estaba seguro de dónde
empezaban y dónde terminaban. Sólo sabía que la deseaba más que nunca, pero que
tendría que ser ella la que acudiese a él. La cuestión era si lo haría.
Elena
estaba en la cama, despierta, con un nudo en el estómago de pensar por lo que
había pasado Damon. Toda la información daba vueltas en su cabeza. Había muchas
cosas que de repente tenían sentido: como su seriedad, la relación tan fría que
tenía con Stefan y Merkazad, su miedo a los caballos… Y, al mismo tiempo,
todavía seguía siendo un enigma. Ya conocía sus fantasmas, pero estaba más
lejos que nunca de conocerlo a él.
Al
mismo tiempo, se sentía aliviada porque Damon le había dicho que lo que no
existiese un vínculo entre ambos era mentira.
Por
fin se quedó dormida, pero tuvo pesadillas y cuando se despertó por la mañana,
casi tarde para la primera reunión, se alegró de que Damon ya se hubiese
marchado.
A la
luz del día, todo lo que había sufrido le parecía todavía peor, más duro. Elena
tenía la sensación de que Damon estaba esperando a que ella diese el siguiente
paso y ella no sabía si tendría la fuerza suficiente para seguir resistiéndose.
Se temía que aquella confesión hubiese acabado por completo con sus defensas y
que ya no tuviese nada detrás de lo que esconderse. Ni siquiera ira.
Esa
noche, después de otra cena de trabajo, que en esa ocasión había tenido lugar
en su mismo hotel, Elena aceptó la invitación del asesor del sultán Al-Omar de
ir a tomar una copa al bar. Siempre se había sentido culpable por haberlo
dejado plantado en la fiesta del sultán el año anterior.
Además,
llevaba evitando a Damon todo el día ya que todavía no se sentía preparada para
enfrentarse a él y a su intensa mirada.
–Elena
–le dijo Ahmed, sacándola de sus pensamientos.
Ella
se disculpó con una sonrisa.
–Lo
siento, tengo la cabeza en otra parte. Creo que deberíamos quedar otro día, hoy
no soy buena compañía.
Ahmed
sonrió y Elena pensó que era guapo y deseó poder encontrarlo tan atractivo como
a Damon.
–¿No
tendrá algo que ver con Damon Salvatore, verdad?
Elena
se ruborizó mientras Ahmed se levantaba y esperaba a que ella lo hiciese
también.
Mientras
salían, Ahmed añadió:
–No
te preocupes, no se nota tanto, pero no es la primera vez que os veo juntos.
Ella
se puso todavía más colorada y se dio cuenta de que no podía mentirle.
–Sí,
tiene algo que ver –admitió de camino a los ascensores.
Ya
estaban dentro cuando Ahmed se giró hacia ella y le dijo:
–Tal
vez no te interese oírlo, pero tiene muy mala reputación en lo que a las
mujeres se refiere.
Ella
rió histéricamente. El pobre Ahmed no tenía ni idea, pero le agradeció su
preocupación. La acompañó hasta la puerta de la suite y ella le sonrió con
tristeza. Entonces se le ocurrió algo. Tal vez si le diese a otra persona la
oportunidad…
Se
acercó a Ahmed y le preguntó:
–¿Puedo
besarte?
Él la
miró sorprendido.
–Sí,
por supuesto –balbució.
Y se
acercó a ella con torpeza. Pero en ese momento Elena se dio cuenta de que no
estaba bien. Ya era demasiado tarde, Ahmed la tenía agarrada por la cintura y
le estaba plantando los labios en la boca.
De
repente, se oyó una puerta y alguien separó a Elena de los brazos de Ahmed.
Ella dejó de sentirse aliviada al darse cuenta de que se trataba de Damon. El
pobre Ahmed estaba aterrado.
Retrocedió
y dio las buenas noches entre dientes antes de desaparecer. Damon hizo girar a Elena
en sus brazos y ella abrió y cerró la boca, pero no pudo articular palabra. La
diferencia entre Damon y Ahmed era cómica.
Damon
la hizo entrar en la habitación con él y ella apoyó la espalda en la puerta
cuando él la cerró de un golpe.
–¿Qué
demonios te pasa? –inquirió Damon–. ¿Cómo le preguntas si puedes besarlo?
–No
es de buena educación espiar. ¿Y quién te ha dado derecho a echar así al pobre
Ahmed? Damon hizo una mueca.
–Yo
no le he dicho nada. Se ha ido él solo. Pero ya veo que ahora te doy asco,
¿verdad? Tienes la cabeza llena de horribles imágenes por mi culpa.
Para
sorpresa de Elena, Damon la soltó y se apartó. Ella lo agarró del brazo sin
pensarlo.
–No,
no, Damon. Por supuesto que no me das asco.
–Prefieres
que te bese ese tipo antes que yo.
Y
ella se dio cuenta de que aquél era el momento de dar el primer paso.
–He
sentido asco por el beso de Ahmed, no por ti, Damon. Tú no me das asco. Más
bien lo contrario. ¿Por qué no te callas y me besas?
Y con
aquellas palabras lo sorprendió a él tanto como a sí misma. Se dio cuenta de
que estaba muy tenso. La miró y ella levantó las manos a su cuello, sintiendo
por primera vez que empezaba a controlar la situación. Se puso de puntillas y
apretó sus labios contra los de Damon. Y entonces, al ver que él no se movía,
se apartó y le dijo:
–¿Qué
pasa, Damon? ¿No te gusta que una mujer tome la iniciativa?
Él la
agarró de nuevo por la cintura.
–Claro
que sí, pero quiero saber si estás segura de saber lo que estás haciendo.
–Estoy
muy segura. Puedo cuidarme sola. Hace mucho tiempo que lo hago –le respondió
ella, apretándose contra su erección.
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